Piano piano

Qué lejos quedaba la vorágine de la guerra. Ahora, caminando despacio con las manos en los bolsillos en aquel parque, lo que menos le apetecía era exprimir su cerebro para recordar las innumerables batallas que libró. No era necesario.

El aire que hasta ese momento solo le traía los aromas de las plantas, se llenó con el escandaloso ulular de sirenas. No demasiado lejos de él, comenzaron a hacerse evidentes los destellos azules. «Cada día es más eficiente la policía… ¿Cuánto tiempo puede hacer desde que escuché aquel grito desgarrado de la mujer que encontró el cadáver? Seis, tal vez ocho minutos a lo sumo», pensó Emilio con tranquilidad, sin hacer un solo gesto de más ni variar la cadencia de sus pasos. Sus manos continuaban en los bolsillos.

No siempre fue así.

Por un momento los silbidos de los obuses volvieron a volar sobre su cabeza. De nuevo vivió el humo del campo de batalla, los nervios que lo atenazaban desde dentro, la sangre de sus compañeros muertos o agonizantes que le salpicaba y llenaba el suelo de las trincheras. Otra vez, como entonces, deseó de que todo acabara de inmediato sin que importara el final; le daba igual terminar muerto, para unirse a los cientos de compañeros que lo habían precedido, o masacrando al enemigo; lo único que deseaba era que todo pasara rápido. Sin balas para su fusil, con la bayoneta calada y la razón perdida, arremetía contra cualquier bulto con el que se cruzaba. Hasta que llegó la explosión apenas unos metros por delante.

—Eres temerario. Me han contado lo que hiciste —escuchó decir a alguien a su lado al despertar en una sala de hospital.

Era una voz desconocida. No le apetecía responder.

—Aunque en mi opinión te pierden las ganas de terminarlo todo cuanto antes, eres demasiado impetuoso —continuó diciendo la voz—. Si cuando termine esta guerra en la que nos han metido consigues tranquilizarte, hacer las cosas piano piano, sin sobresaltos ni estridencias, búscame. Hazlo si para entonces necesitas un trabajo con el que ganarte la vida.

La voz, poco más que un susurro, era de Giuseppe, un gánster de tercera generación al que su padre le obligó a estar en esa guerra. Estaba acostumbrado a reconocer de un vistazo a los mejores para el oficio. Enseguida reconoció el potencial de Emilio para llevar a cabo sus trabajos. No era sencillo encontrar a alguien a quien solo le importaba cumplir órdenes, sin pensar en que pudiera resultar herido o muerto al hacerlo. Sí, a Emilio le sobraban cualidades para convertirse en el asesino más frío que jamás hubiera conocido. Él se encargaría de pulir aquel diamante en bruto.

—¡Saque las manos de los bolsillos! ¡póngalas sobre la cabeza! —gritó uno de los policías que rodeaban el parque.

Emilio, como si la cosa no fuera con él, miró atrás, luego a los lados. Finalmente se señaló al pecho.

—¿Me lo dice a mí? —preguntó.

Claro que era a él, no había nadie más a su alrededor, pero nadie podría decir que el gesto de sorpresa de su cara no era real. Levantó las manos sobre la cabeza.

—¡Joder! Capitán, hemos encontrado un cadáver. Lo han cosido a puñaladas. Debe de tener por lo menos cincuenta repartidas por el tórax. Es solo un amasijo de carne —se pudo escuchar por la radio de uno de los agentes.

El capitán miró de arriba a abajo a Emilio. Llevaba más de veinte años en el cuerpo y si de algo se mostraba orgulloso era de conocer bien su trabajo. Si hubiera sido este tipo, con aquella cantidad de puñaladas en el cuerpo de la víctima, debería estar bañado en sangre. Muy al contrario, toda su ropa estaba inmaculada. De cualquier forma debían asegurarse. Lo cachearon a conciencia. Nada que reseñar, salvo las llaves y un mechero en los bolsillos.

—Vamos, no se quede ahí, continúe.

—Cometen un error. No deberían fiarse de las apariencias —dijo Emilio.

Estaba terminando de sacudir unas motas de ceniza de la manga. La seguridad en sí mismo le impedía borrar su amplia sonrisa.

En solo dos pasos, el capitán, se plantó frente a él. Apenas dos centímetros separaban sus narices.

—¡Lárguese o haré que lo detengan por desacato! —gritó.

Emilio no necesitaba mirarle a los ojos. Con el reverso de la mano se limpió algunos restos de saliva que escaparon junto a los gritos. Echó una última mirada al capitán y desapareció en la oscuridad, camino de la salida del parque, de nuevo con las manos en los bolsillos.

Utilizar un puñal de hielo para matar a la víctima hacía tiempo que estaba inventado; lo leyó en algún libro. El mono de trabajo y los guantes de plástico inflamable, que apenas dejaban residuos al arder, debía agradecérselo a la ciencia. La tranquilidad con la que lo ejecutó, el piano piano, era cosa de Giuseppe.

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